sábado, 14 de abril de 2012

MUJERES DE LA CONQUISTA: CARTA DE ISABEL DE GUEVARA



Capítulo XIII





Viaje de Mendoza con Ayolas a fundar Buena Esperanza

     Más tarde partió él, Joann Eyollas con los 400 hombres en los bergantines o buques aguas arriba del Paraná, y don Pedro de Mendoza, el capitán general de todos, iba también con nosotros . Y en 2 meses llegamos a los indios, a 84 millas (leguas)  de distancia; esta gente llámase tiembus, se ponen en cada lado de la nariz una estrellita de piedrecillas blancas y celestes , los hombres son altos y bien formados, pero las mujeres, por el contrario, viejas y mozas, son horribles, porque se arañan la parte inferior de la cara que siempre está ensangrentada .
     Esta nación no come otra cosa, ni en su vida ha tenido otra comida, ni otro alimento que carne y pescado. Se calcula que esta nación es fuerte de 15.000 o más hombres . Y cuando llegamos como a 4 millas (leguas) de esta nación, nos vieron y salieron a recibirnos de paz en 400 canoas o barquillas con 16 hombres en cada una. Las tales barquillas se labran de un solo palo, son de 80 pies de largo por 3 de ancho y se boga como en las barquillas de los pescadores en Alemania, sólo que los remos no tienen los refuerzos de hierro.
     Cuando nos juntamos en el agua (el río) nuestro capitán, Juan Ayolas, mandó al indio principal de los tiembú, que se llamaba Rochera Wassú , una camisa, un gabán, un par de calzas y varias otras cosas más de rescate. Después de esto el dicho Zchera Wassú nos condujo a su pueblo y nos dio de comer carne y pescado hasta hartarnos. Pero si el susodicho viaje durara unos 10 días más a buen seguro que todos de hambre pereciéramos; y con todo, en este viaje, de los  400 hombres, 50 sucumbieron ; en esta vez nos socorrió Dios el Todopoderoso, y a Él se tributen loas y gracias.
Viaje al Río de la Plata-ULRICO  SCHMIDL, 1537

    Ilustraci�n de un pasaje de la Carta a Pier Sonderini    Muy alta y muy poderosa Señora: 

A esta Provincia del Rio de la Plata, con el primer gobernador de ella Don Pedro de Mendoza, habemos venido ciertas mujeres entre las cuales ha querido mi ventura que fuese yo la una. Y como la armada llegase al Puerto de 

Buenos Aires con mil e quinientos hombres y les faltase el bastimento, fué tamaña la hambre, que a cabo de tres meses murieron los mil. Esta hambre fué tamaña, que ni la de Jerusalén se le puede igualar ni con otra ninguna se puede comparar. Vinieron los hombres en tanta flaqueza que todos los trabajos cargaban de las pobres mujeres, ansí en lavarles las ropas como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, a limpiarlos, hacer centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas y cuando algunas veces los indios les venían a dar guerra --hasta acometer a poner fuego en los versos y a levantar los soldados, los que estaban para ello, dar alarma por el campo a voces, sargenteando y poniendo en orden los soldados.
Porque en este tiempo --como las mujeres nos sustentamos con poca comida--, no habíamos caído en tanta flaqueza como los hombres. Bien creerá Vuestra Alteza que fué tanta la solicitud que tuvieron que, si no fuera por ellas todos fueran acabados; y si no fuera por la honra de los hombres, muchas más cosas escribiera con verdad y los diera a ellos por testigos. Esta relación bien creo que la escribirán a Vuestra Alteza más largamente y por eso cesaré.
Pasada ésta tan peligrosa turbonada, determinaron subir el río arriba, así flacos como estaban y en entrada de invierno, en dos bergantines, los pocos que quedaron vivos. Y las fatigadas mujeres los curaban y los miraban y les guisaban la comida trayendo la leña a cuestas, de fuera del navío, y animándolos con palabras varoniles: que no se dejasen morir, que presto darían en tierra de comida, metiéndolos a cuestas en los bergantines con tanto amor como si fueran sus propios hijos. Y, como llegamos a una generación de indios que se llaman timbúes señores de mucho pescado, de nuevo los servíamos en buscarles diversos modos de guisados porque no les diese en rostro el pescado, a causa que los comían sin pan y estaban muy flacos.
Después determinaron subir el Paraná en demanda de bastimentos, en el cual viaje, pasaron tanto trabajo las desdichadas mujeres, que milagrosamente quiso Dios que viviesen por ver que en ellas estaba la vida de ellos; porque todos los servicios del navío los tomaban ellas tan a pecho que se tenía por afrentada la que menos hacía que otra, sirviendo de marear la vela y gobernar el navío y sondar de proa y tomar el remo al soldado que no podía bogar y esgotar el navío...
Verdad es que a estas cosas ellas no eran apremiadas ni las hacían de obligación ni las obligaban, sí solamente la caridad. Ansí llegaron a esta ciudad de la Asunción que, aunque agora está muy fértil de bastimentos, entonces estaba de ellos muy necesitada, que fué necesario que las mujeres volviesen de nuevo a sus trabajos, haciendo rozas con sus propias manos, rozando y carpiendo y sembrando y recogiendo el bastimento, sin ayuda de nadie, hasta tanto que los soldados guarecieron de sus flaquezas comenzaron a señalar la tierra y adquirir indios e indias de su servicio hasta ponerse en el estado en que agora está la tierra. He querido escribir esto y traer a la memoria de V. A. para hacerle saber la ingratitud que conmigo se ..ha usado en esta tierra, porque al presente se repartió por la mayor parte, de lo que hay en ella, ansí de los antiguos como de los modernos, sin que de mí y de mis trabajos se tuviese ninguna memoria, y me dejaron de fuera sin me dar indios ni ningún género de servicios, Mucho me quisiera hallar libre para me ir a presentar delante de Vuestra Alteza con los servicios que a S. M. he hecho y los agravios que agora se me hacen, mas no está en mi mano, porque estoy casada con un caballero de Sevilla que se llama Pedro de Esquivel ... ...Suplico me sea dado mi repartimiento perpetuo y en gra? tificación de mis servicios mande que sea proveído mi marido de algún cargo conforme a la calidad de su persona pues él... por sus servicios lo merece.
Nuestro Señor acreciente su Real vida y estado por muy largos años. De esta ciudad de la Asunción y de julio 2, 1556 años.
Servidora de Vuestra Alteza, que sus Reales manos besa.
ISABEL DE GUEVARA.
Cartas de Indias, Madrid, 1877.



El primer poeta


En la tibieza del atardecer, Luis de Miranda, mitad clérigo y mitad soldado, atraviesa la aldea de Buenos Aires, caballero en su mulo viejo. Va hacia las casas de las mujeres, de aquellas que los conquistadores apodan “las enamoradas”, y de vez en vez, para entonarse, arrima a los labios la bota de vino y hace unas gárgaras sonoras. Por la ropilla entreabierta, en el pecho, le asoman unos grandes papeles. Ha copiado en ellos, esta mañana misma, los ciento treinta y dos versos del poema en el cual refiere los afanes y desengaños que sufrieron los venidos con don Pedro de Mendoza. Describe a la ciudad como una hembra traidora que mata a sus maridos. Es el primer canto que inspira Buenos Airesy es canto de amargura. Cuando revive las tristezas que allí evoca, Luis de Miranda hace un pucherillo y vuelve a empinar el cuero que consuela. Tiene los ojos brillantes de lágrimas, un poco por el vino sorbido y otro por los recuerdos; pero está satisfecho de sus estrofas. A la larga los fundadores se las agradecerán. Nadie ha pintado como él hasta hoy las pruebas que pasaron.
Espolea al mulo rezongón, casi ciego, casi cojo de tanto trotar por esos senderos infernales, y a la distancia avista, semioculta entre unos sauces, la casa de Isabel de Guevara.
A ésta la quiere más que a sus compañeras. Es la mejor. En tiempos del hambre y del asedio, dos años atrás, se portó como ninguna: lavaba la ropa, curaba a los hombres, rondaba los fuegos, armaba las ballestas. Una maravilla. Ahora es una enamorada más, y en ese arte, también la más cumplida. Luis de Miranda le recitará su poema: ella lo sabrá comprender, porque lo cierto es que los demás se han negado a comprenderlo, como si se empeñaran en echar a olvido la grandeza de sus trabajos.
Al alba se fue con sus rimas a ver al párroco Julián Carrasco, en su iglesuca del Espíritu Santo, la que construyeron con las maderas de la nao Santa Catalina; pero el cura no le quiso escuchar. Demasiado tenía que hacer. Cuatro marineros del genovés León Pancaldo aguardaban a que les oyera en confesión, y esos italianos de tan natural elegancia deben ser de pecado gordo. En el fondo de la capilla se levantaba el rumor de sus oraciones mezclado al tintineo de los rosarios.
De allí, don Luis se trasladó con su manuscrito a visitar al teniente de gobernador Ruiz Galán, quien manda a su antojo en la ciudad con un dudoso poder del Adelantado. El hidalgo tampoco le recibió; estaba durmiendo. Y cuando Miranda llamó a su puerta por segunda vez, le explicaron los pajes que se hallaba en conversación con el propio Pancaldo, discutiendo la compra de sus mercaderías. Pero ¿qué? ¿Nadie podrá atender la lectura de sus versos, los versos en los que narra el hambre que soportaron todos?
Isidro de Caravajal cultivaba su huerta, con ayuda de uno de los italianos, y le despidió para más tarde; a Ana de Arrieta la encontró en el portal de su casa, muy perseguida por tres de los extranjeros melosos, quienes le ofrecían en venta mil tentaciones: cajas de peines, bonetes de lana, sombreros de seda, pantuflos, hasta máscaras, como si en lugar de una aldeana sencilla hubiera sido una rica señora de Venecia.
No había nada que hacer, nada que hacer. Los genoveses, con ser tan pocos, habían logrado lo que los indios no consiguieron: invadir a Buenos Aires. Una semana antes, su nave la Santa María había quedado varada frente a la ciudad. Saltando como monos, los marineros dejaron que se perdiera el casco y salvaron los aparejos, el velamen y las áncoras. Luego se ocuparon, con la misma agilidad simiesca, bajo la dirección de Pancaldo, de transportar hasta la playa los infinitos cofres que la nao contenía y que los comerciantes de Valencia y de Génova destinaban al Perú. Sobre la arena se amontonaron en desorden, como presa de piratería. Había arcones descuartizados y de su interior salían, como entrañas, las piezas de tela suntuosa. La ciudad se inundó de tesoros. Harto lo necesitaba su pobreza. Doquier, aun en las chozas más míseras, apiláronse los objetos nuevos, espejeantes: los jubones, los penachos, las sartas de perlas falsas que decían “margaritas”, las balanzas, los manteles, y también los puñales, las espadas, los arcabuces, las candelillas, las alforjas. León Pancaldo los daba por nada, pues nada se le podía pagar. Lo único que exigía era que le firmaran unas cartas de obligación, por las cuales los conquistadores se comprometían a saldar lo adeudado con el primer oro o plata que se les repartiera. Firmaban y firmaban: muchos, sacando la lengua y dibujando penosamente unos caracteres espinosos como enrejado palaciego; los más, con una simple cruz. Y escapaban hacia sus casas, como ladrones, con las pipas de vino, con los barriles de ciruelas, con los jarros de aceitunas, con los quesos de Mallorca. ¡A hartarse, después de tanta penuria!
¿Quién iba a prestar sus oídos a Luis de Miranda, si estaban tan embebecidos por ese juego brujo que, a cambio de unos mal trazados palotes, proveía de cuanto se ha menester?
El mayordomo del Rey de los Romanos andaba más hidalgo que nunca, con su flamante gorro de terciopelo, a la brisa la pluma verde. Pedro de Cantoral mostraba a los vecinos su silla jineta de cuero de Córdoba. ¡Y las mujeres! Las mujeres parecían locas.
Por eso se iba el poeta, en la placidez del crepúsculo, hacia el familiar abrigo de Isabel de Guevara.
Pero allí también había fiesta. Mientras ataba el mulo a un ceibo, rumiando su malhumor, oía el bullicio de las vihuelas y los panderos. ¡Cuánta gente! Jamás se vio tanta gente en el aposento de la enamorada, iluminado con ceras chisporroteantes en los rincones. En un testero, echada sobre cojines, completamente desnuda, está Isabel. Y en torno, como siempre, como en todas partes, los italianos, con sus caras de halcones y sus brazos tostados, ceñidos por el metal de las ajorcas. Miranda les conoce ya. Ése en cuyo sombrero se encarama un mono del Brasil, y que envuelve a la muchacha en un paño de perpiñán multicolor y que la hace reír tanto, es Batista Trocho. Aquel del guitarrón y los dientes deslumbrantes es Tomás Risso; y Aquino aquel otro, aquel que pasa sobre los pechos breves de la muchacha, acariciándola, la lisura de la camisa de Holanda y que le promete tamañas joyas: hasta zapatos de palma y cofias de oro y de seda.
Isabel no para de reír, en el estruendo de las cuerdas, de los panderos y de las voces. Junto a ella, Diego de Leys desgrana collares de cuentas de vidrio. Ha destapado una cazuela de perfumes y le va volcando el líquido delicioso sobre los hombros morenos, sobre la espalda.
Beben sin cesar. ¡Para algo trajo tanto vino español la nave de León Pancaldo! Zapatean los genoveses un baile de bodas e Isabel aplaude.
Por fin logra Luis de Miranda llegarse hasta el lecho. La Guevara le recibe con mil amores y le besa en ambas mejillas.
–Cate su merced –suspira–, cate estos chapines, cate estos pañuelos...
Y los hace danzar, y los agita, relampagueantes y leves como mariposas.
Diego de Leys, el bravucón, borracho como una cuba, no puede soportar tales confianzas:
–¿Qué venís a hacer aquí, don Pecador, con esa cara de duende?
Y le arroja a la faz un chorro de perfume. Las carcajadas de los italianos parecen capaces de volar el techo. Se revuelcan por el suelo de tierra.
Ciego, el poeta saca el espadón y dibuja un molinete terrible. Su vino tampoco le permite conservar el equilibrio, así que gira sobre las plantas como una máquina mortífera. Diego de Leys salta sobre él, aprovechando su ceguera, y le corta el pómulo con el cuchillo. Lanza Isabel un grito agudo. No quiere que le hagan mal, ruega que no le hagan mal:
–¡Por San Blas, por San Blas, no le matéis!
Desnuda, hermosísima, se desliza entre los genoveses que se han abalanzado sobre su pobre amigo. Chilla el mono que el terror encrespa. Pero es inútil. Entre cuatro alzan en vilo al intruso, abren la puerta y le despiden como un bulto flaco. El resto, enardecido por el roce de la enamorada, la ha derribado en los revueltos cojines y se ha echado sobre ella, en una jadeante confusión de dagas, de botas y de juramentos.
Luis de Miranda recoge el manuscrito caído en la hierba. Como ha extraviado en la refriega el pañuelo, tiene que frotarse la herida con el papel. Sube trabajosamente al mulo y regresa al tranco a la ciudad, por la barranca. Llora en silencio.
Una luna inmensa asciende en la quietud del río y su claridad es tanta que transforma a la noche en día espectral, en día azul. Cantan los grillos y las ranas en la serenidad de los charcos y de los matorrales.
El poeta detiene su cabalgadura y queda absorto en la contemplación del ancho cielo. Despliega entonces los folios manchados de sangre, de su sangre, comienza a leer en voz alta:

                Año de mil y quinientos
                que de veintese decía,
                cuando fue lagran porfía
                en Castilla...

Callan los ruidos alrededor. El paisaje escucha la historia trágica que ha vivido. La recuerda el río atento; la recuerdan los algarrobos y los talas. La sangre mana de la cara del lector y le enrojece los versos:

                Allegó la cosa a tanto
                que como en Jerusalén,
                la carne de hombre también
                la comieron.
                Las cosas que allí se vieron
                no se han visto en escritura...

Así leyó Fray Luis de Miranda, para el agua, para la luna, para los árboles, para las ranas y para los grillos, el primer poema que se escribió en Buenos Aires.


 Misteriosa Buenos Aires, Manuel Mujica Láinez, 1951

3 comentarios:

  1. muy buena la historia en especial al final cuando recita parte de los versos.

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  2. Me gusto mucho, me parecio muy interesante y sobre todo me encanto la parte de los versos...

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  3. Las historias me parecieron muy buenas, también como están relacionadas entre ellas. Pero me resulto un poco complicado leerlas porque había palabras difíciles.

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